Antes de partir de ese mágico rincón conocido como el Corazón del Mundo, un lugar reservado para pocos, un santuario de paz y naturaleza al que muchos llaman hogar, sentí la imperiosa necesidad de detenerme y absorber todo lo que me rodeaba: los ríos serpenteantes, las piedras que parecían guardianes ancestrales, los árboles que se alzaban como titanes protectores de aquella tierra sagrada, y los senderos que llevaban a lugares de asombroso esplendor.
En ese instante, reapareció ante mí Epiayú, la cacique mayor, una indígena arhuaca con quien había conectado en las alturas de la Tagua. Aunque nunca se había ido realmente; siempre estuvo a mi lado.
Así, comenzamos un recorrido caminando entre las venas de la gran sierrita, hasta alcanzar uno de los puntos más elevados, donde la línea negra se perdía en el horizonte.
«Adelante, Macondiana, este es mi hogar”.
En aquel lugar que, aunque distinto a lo que conocía, no carecía de nada, encontré la plenitud de todo lo que podría desear.
Epiayú me mostró cuán afortunados podemos ser con cosas tan simples, sin valor monetario pero cargadas de un profundo significado espiritual: una familia unida, una kankurwa que representaba su lugar más sagrado por encima de todo.
Con una voz llena de reverencia, relataba cómo la luz del sol cada mañana iluminaba cada rincón, convirtiéndolo en un lugar aún más especial que el día anterior.
Estas personas fueron creadas para ser parte de este lugar, pues ser arhuaco era algo que no podía ocurrir en ningún otro sitio más que aquí. Los mamos se abrieron a mí con un profundo respeto mutuo, pues era la primera vez que alguien mostraba tanto asombro por aquel lugar sin intentar arrebatárselo.
Es común que personas y circunstancias externas intenten sacarlos de su hogar sin comprender que, en un mundo tan gigante allá afuera, ellos se sienten como granos de arena; pero bajo aquel techo de cuatro paredes revestidas de palma y paja, son los individuos más felices que jamás encontrarás.
El anochecer descendía sobre la Sierra, y aunque este lugar era uno de mis favoritos, sentía el deber de descender. A pesar de mi profundo respeto y adoración por lo que este rincón me inspiraba, sabía que debía buscar el camino hacia abajo, pero sabía que esta era la primera, pero no la última vez que estaría acá arriba, me prometí a mi misma hacer historia aquí arriba; quiero ser aquella que lleva tierra en sus dedos y deja huellas en el suelo, dejando lo que tenga que dejar para seguir creciendo.
Todo el camino cuesta abajo pensaba en las palabras tan sabias que aquella indígena me mencionó: allá afuera, en lo desconocido, en ese mundo gigante que nos hace sentir como granitos de arena, siempre tendremos una familia, un hogar, en ocasiones queremos salir de ese cascaron sin entender que siempre seremos parte de donde nos han visto crecer, de donde siempre hemos sido felices.
Sali de mi hogar, de mi Santo Macondo, porque me prometí ser y hacer historia allá afuera, siempre seré hija del Caribe y siempre seré hija de la tierra.
Aquella noche, antes de dormir, finalmente comprendí cuál era mi verdadero propósito desde el momento en que emprendí este viaje: cada paso que damos nos acerca un poco más a revelar los misterios de estos lugares tan mágicos que se entrelazan bajo el nombre de una sola palabra: CARIBE.
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